Esta es la juventud del Papa

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martedì 25 agosto 2009

El propio dolor

Suele suceder que el sufrimiento prolongado de un pueblo va generando una determinada visión de las realidades, en la que terminan por confundirse los planos. Si es cierto que Dios es el defensor de los oprimidos, y uno se siente parte de estos, es fácil que se identifiquen los propios derechos con los de Dios. De esta manera se sacralizan muchas actitudes. Y hasta se puede llegar a desear la venganza que destruya al enemigo, identificándola con el triunfo de Dios y su proyecto. El opresor pierde así todas sus cualidades buenas, y pasa a ser el exponente mismo del mal, imposible ya de ser redimido, o de contar con la misericordia de Dios.
Su destrucción se identifica con la derrota del mal y con el triunfo del bien. En la conciencia orante de este pueblo (o de una persona) se va perdiendo poco a poco la proporción de Dios, y se va reduciendo sus intereses a las dimensiones de los propios. Dios tiene que sentir como yo siento. Pido y exijo que obre de acuerdo a los deseos y proyectos que me conviene a mí, y que, sin discusión, son los de Dios.
Y uno puede hasta llegar a caer en el escándalo de dudar de Dios y de su justicia, por el simple hecho de que se posterga o no se realiza el juicio que a nuestro parecer tendría que realizar, para volver las cosas a su lugar.
Ni remotamente se puede admitir que el enemigo y opresor, también pueda ser objeto de amor de Dios. Menos aún, que sea el destinatario de su misericordia, y de esta manera ser llamado a la conversión, con los mismos derechos y oportunidades que nosotros. Eso sería el escándalo supremo. Sería la ausencia total de justicia. Y nos haría dudar del mismo Dios.
Sobre todo sentiríamos que se nos pone en ridículo, y que se ja estado jugando con nuestro sufrimiento, y abusando de nuestra esperanza y buena fe.
Tal vez olvidamos demasiado fácilmente todas nuestras propias infidelidades, y las veces que hemos tenido que suplicar humildemente la misericordia de Dios.
Aun admitiendo que, luego de un castigo ejemplar, algo del enemigo se pudiera rescatar y salvar, en ningún momento estaríamos dispuestos a ser los instrumentos salvadores. Más bien nos sentimos con el derecho de que Dios realice por intermedio nuestro el castigo. De esta manera, podríamos añadir a la alegría de ver realizada la justicia, la secreta gratificación de satisfacer nuestra venganza. Y por si esto no entrara en los planes de Dios, al menos nos sentiríamos merecedores del derecho de ser espectadores de su castigo ejemplar y fulminante.
¡Qué embromado es el dolor! ¡Cuántas cosas feas puede llegar a hacer brotar en nuestro pequeño y mezquino corazón! Porque, si el corazón no crece en el dolor, el dolor hace crecer las sombras en el corazón del hombre.
Y en definitiva, lo que Tata Dios quiere, es que crezcamos, tanto los pueblos, como las personas. Quizás para eso utilice el instrumento del dolor.
Pero solo, no basta. No es suficiente podar un frutal, para que el frutal florezca. Tiene que intervenir la primavera. No basta con hacer sufrir un corazón, para salvarlo. Tiene que intervenir la gracia.
Pero el Señor Dios no acostumbra regalarnos las cosas ya hechas. Es tan respetuoso, que acepta la espera de verlos nacer y crecer en nosotros. En medio de toda la frondosa vegetación salvaje que brota en nuestro corazón al calor de nuestro deseo de justicia, suele sembrar, como al descuido, una experiencia que puede ser semilla de una realidad más plena. Algo nuevo, y sobre todo más de acuerdo con su propio corazón. Más conforme a su plan de salvación, que es para todos.
Es posible que un día llegue a pedirnos algo que a nosotros nos parecerá absurdo. Nos puede invitar a que seamos su instrumento de salvación, sacrificándonos precisamente por aquéllos a quienes nosotros hubiéramos querido ver destruidos.
Entonces, nuestra lucha interior se volverá contra el mismo Dios. Y como nos sentiremos impotentes y con bronca, tal vez apelemos a la huida. Optaremos por disparar de las exigencias de ese Dios Incomprensible. Y buscaremos alearnos de su territorio para escapar a su mirada.
Mamerto Menapace;

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